Sergio Pitol

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Libri di Sergio Pitol
Lingua:Libri ItalianiFollowing the chance discovery of certain documents, a historian sets out to unravel the mystery of a murder committed in his childhood Mexico City home in the autumn of 1942. Mexico had just declared war on Germany, and its capital had recently become a colorful cauldron of the most unusual and colorful of the European ilk: German communists, Spanish republicans, Trotsky and his disciples, Balkan royalty, agents of the most varied secret services, opulent Jewish financiers, and more.
As the historian-turned-detective begins his investigation, he introduces us to a rich and eccentric gallery of characters, the media of politics, the newly installed intelligentsia, and beyond. Identities are crossed, characters are confounded; Pitol constructs a novel that turns on mistaken identities, blurred memories, and conflicting interests, and whose protagonist is haunted by the ever-looming possibility of never uncovering the truth. At the same time a fast-paced detective investigation and an uproarious comedy of errors, this novel cemented Pitol’s place as one of Latin America’s most important twentieth-century authors. Winner of the Herralde Prize in 1984, The Love Parade is the first installment of what Pitol would later dub his Carnival Triptych.
“This novel is not only the best that Pitol has written, but one of the best novels in Mexican literature.” —Sergio González Rodríguez, La Jornada
“Sergio Pitol in the splendor of his mastery. A great novel.” —Florian Borchmeyer, Frankfurter Allgemeine Zeitung
El arte de la fuga, «uno de los libros imprescindibles de la literatura mexicana» (Pedro Ángel Palou, La Jornada), «confirma algo que público y crítica sabían desde hace tiempo: Sergio Pitol es uno de los narradores mayores de las letras mexicanas» (Juan José Reyes, Crónica), «uno de los narradores hispanoamericanos fundamentales por su originalidad, humor y diversidad» (Miguel Ángel Quemain, El Nacional).
Los manuales de música clásicos definían la Fuga como una «composición a varias voces, escrita en contrapunto, cuyos elementos esenciales son la variación y el canon», lo que hoy día se podría interpretar libremente como la posibilidad de una forma mecida entre la aventura y el orden, el instinto y la matemática, la liturgia y el bataclán. El personaje central de este libro -suponemos que el propio autor-, una criatura tan indefensa como los más indefensos personajes dickensianos, pero a diferencia de ellos acorazado como un guerrero cuyas armas fueran el estupor y la parodia, se fuga de una celda para encontrarse prisionero en otra que podría ser el paraíso, aunque él se encargará de convertir ese Edén en un sitio irrisorio pero a la vez entrañable.
El arte de la fuga se convierte en un galope acelerado que en su trayecto confunde regocijadamente todas las instancias, remueve las fronteras, niega los géneros. Uno cree internarse en un ensayo para de pronto encontrarse en un relato, que se mutará en la crónica de una vida, el testimonio de un viajero, de un lector hedonista y refinado, de un niño deslumbrado por la inmensa variedad del mundo. Si «todo está en todo», como se afirma a menudo en estas páginas, la fuga se vuelve también un irónico paseo por los vasos comunicantes que transforman lo unitario en lo diverso y las periferias en el centro.
El elenco cultural es amplísimo, como también la geografía. No hay cronologías que valgan: todo está en todo, desde la infancia veracruzana del autor hasta el testimonio de su viaje a Chiapas, después de la insurrección zapatista, pasando por su larga y feliz estancia en Barcelona. «Uno», dice Pitol, «me aventuro a creer, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas». Señala Carlos Monsiváis: «En El arte de la fuga, la suma que es Sergio Pitol se añade a nuestras experiencias de lectura más fluidas y estimulantes.»
Dice Pitol que en unas vacaciones, solitario en una casa de campo, comenzó a escribir sus primeros cuentos. Debía de tener veintitrés o veinticuatro años. Pasaba allí la convalecencia de una ruptura amorosa, también la primera. Se proponía odiar al mundo, pero no lo conseguía. Por las mañanas escalaba las alturas de una cordillera donde se enclavaba su cabaña. En esos paseos intentaba rodearse de una aureola romántica, decadente, aun diabólica.
Buscaba los acantilados más escabrosos, los más peligrosos, pero al llegar allí cualquier tentación tanática se disolvía de inmediato; le venían a la mente los acantilados de Devon y un viaje a Inglaterra: recorrer las mismas calles que James, la Woolf, Waugh, el doctor Johnson, Dickens, y entre ese deseo de viajar y la contemplación de un maravilloso paisaje -los bosques, algunos arroyos, una lejana iglesia del siglo XVI parecida a una fortaleza, muy cercana a un pequeño hotel donde descansaba Stravinski cuando iba a México-, se adormecía largo rato en la hierba, para después descender de la montaña, llegar, radiante de alegría, a su casa, ponerse a leer a James, Kafka, Faulkner, Borges, Rulfo, Onetti (aún no llegaba Chéjov). Una noche escribió un cuento, el primero, «Victorio Ferri cuenta un cuento», incluido después en casi todas las antologías del cuento latinoamericano, y otros más, todos amargos y crueles, sobre personajes tocados por el diablo.
El aire de la montaña y la escritura nocturna desprendieron las toxinas malignas. Durante varios años escribió cuentos y luego novelas, y en los últimos años, libros donde varios géneros se entreveran con pericia e imaginación. Todo eso es el fruto de aquellos cuentos escritos hace casi cincuenta años.
Ahora, cuando Sergio Pitol se ha convertido en uno de los escritores latinoamericanos más imprescindibles de nuestro tiempo, ganador del Premio Juan Rulfo a la obra de una vida, nos complace presentar esta antología personal de sus mejores cuentos, encabezada por un extenso texto del gran escritor Enrique Vila-Matas.
Sí, en efecto, Sergio Pitol ha vuelto a recorrer algunos de sus territorios que suponíamos había perdido. En esta aparición nos confía algunos trozos de sus diarios de viaje. Concretamente uno que va de Praga al Cáucaso, a Tiflis, la capital de Georgia, pasando por Moscú y por la ciudad que entonces se llamaba Leningrado, en un aparente despertar de primavera. Parece que la intención del autor consiste en describir con un lenguaje preciso, ático clásico, sus peripecias de viajero, hasta que, de pronto, se introduce en esa prosa gélida por fisuras invisibles, como por mero azar, una nota excéntrica, al inicio ligeramente, para después, casi de inmediato, fortalecerse sin saberse cómo, y transformar todo en un galope delirante, ebrio, enloquecido de escenas grotescas, de calamidades regocijantes, de un anárquico delirio que puede desconcertar a quienes desconocen el teatrum pitolorum, pero aún así regocijarlos ampliamente.
Los diarios están arropados de una substancia generada en la propia escritura. En ellos aparece, por todas partes, el sacro bosque literario ruso. Clásicos, románticos y simbolistas y vanguardistas aparecen en un magno desfile carente de cronología: Dostoievski, Tolstói, Pushkin, Pasternak, Bely, Pilniak, Shklovski, Lérmontov, Tsvietáieva y Ajmátova, Bulgákov, Nabokov, Bajtin y compulsivamente Gógol, y aún más el inmejorable Chéjov, el predilecto; el abigarrado altar que guarda las figuras que Pitol reverencia, pero también los recuerdos de otras varias estancias en aquel mundo, como agregado cultural, como turista, como estudioso y últimamente como invitado de los descendientes de Tolstói, y todavía más, de sus sueños demenciales, de la pasión por sus amigos, de sus perplejidades ante el laberinto del alma rusa (esa matrioshka sin fondo donde todo aparece y desaparece a la vez), de sus obsesiones escatológicas que le permitieron hacer en ese viaje el primer trazo de la que tal vez sea su mejor novela: Domar a la divina garza.
El viaje es uno de los ejemplos más radicales del desvanecimiento de una realidad en la literatura y también el más perfecto, elegante y divertido modelo de una magistral construcción narrativa.
«Lo que gobierna a El viaje es la voluntad de estilo: a Pitol no le interesa precisamente contar un paseo o reflexionar sobre unas lecturas o narrar algunas historias extravagantes, sino ensayar una prosa que le permita hacerlo todo al mismo tiempo. Lo que queda es una escritura larga y destilada, de respiración generosa, que recuerda a las páginas memorables del "Nocturno de Bujara", de Vals de Mefisto, uno de los mejores cuentos escritos por un mexicano durante el siglo pasado. Sergio Pitol no sólo es nuestro mejor narrador activo, también es el renovador más esforzado de nuestras letras. Toda una lección vital: el autor más joven y valiente de una literatura tiene casi setenta años» (Álvaro Enrigue, Letras Libres).
de las propias agitaciones que se encuentran en la médula de toda escritura, para de ahí saltar a la reflexión política o al comentario de una obra plástica.
primeras amistades; se convierte en su propio cartógrafo, su viajero, su narrador y su demiurgo; nos enseña cómo se transita a través del tiempo, cómo se avanza hacia el pasado y cómo memoria y literatura son indivisibles.
Cuando Sergio Pitol publicó El desfile del amor, galardonada con el Premio Herralde de Novela en 1984, sus lectores quedaron sorprendidos y, más aún, entusiasmados por el inusitado giro con que el escritor mexicano sometió a su narrativa: el salto de lo trágico a lo regocijante.
La novela abunda en crímenes jamás resueltos, relaciones personales anómalas, amores difíciles, ideales derrotados, y todo ello en vez de producir zozobra en el lector lo colmaba de júbilo. Lo que por lo general aparecía como grave y solemne en sus novelas anteriores, en aquélla, la premiada, se deleitaba en lo festivo. Más tarde, en 1989, Domar a la divina garza, quizás la cima del cuerpo narrativo de Pitol, emprende con mayor ferocidad su empeño en convertir a sus personajes en caricaturas y sus circunstancias en juegos absurdos, inevitablemente desopilantes.
El mundo entero, sus usos y costumbres, sus credos y mitologías, sus prestigios y perversiones no son sino detalles de una bufonada alucinante, hasta llegar a La vida conyugal, 1991, y revelarnos que todo lo narrado no ha sido sino una alegoría, un sistema de metáforas que permiten una nueva aproximación a eso que llamamos realidad y que nunca logramos comprender del todo.
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